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Sal metálica, 2023

Exposición individual en Museo Patio Herreriano, Valladolid (España)

Se ha constituido como norma en la programación del Museo Patio Herreriano la adjudicación a artistas de generaciones y quehaceres diversos de la capilla de los Condes de Fuensaldaña y de la sala contigua, para la realización de proyectos de carácter específico, esto es, trabajos concebidos en relación a las cualidades del lugar. El que ahora presenta Belén Rodríguez (Valladolid, 1981), que lleva por título Sal metálica, se dirige al espacio como extensión de lo «pictórico» en lógica consecuencia de la evolución de su obra última, que tiene en la reformulación de los elementos constituyentes de la pintura, como los relacionados con el color, un interés medular. La elección del adjetivo «medular» no es gratuita, pues hay una inclinación a observar cuánto de estructural se encuentra en los lenguajes de la pintura, algo de lo que da fe la reiterada presencia de soportes, fundamentalmente bastidores, y otras superficies, formas o espacios susceptibles de acoger a la pintura. Sal metálica produce, además, un amplio elenco de nuevas lecturas y matices narrativos hasta ahora inéditos, pues, en su transitar por el singular espacio de la capilla, las miradas y los cuerpos oscilan libremente entre la imagen y la materia, el plano y el pliegue, la contemplación y la acción o la experiencia de lo real y la expectativa de lo posible. En relación a esto último, en la rotunda carga histórica del espacio se desliza ahora la ficción en sutiles y luminosas insinuaciones.


La sal metálica, que no es una metáfora sino, un proceso químico real, es el elemento que hace posible que el color se constituya como tal. Es la conductora del pigmento hacia un estado que permite hacerlo perceptible al ojo humano. Podríamos decir, tal vez desde una aproximación algo laxa, que torna la condición etérea de la luz en potencial materia cromática. Las obras que vemos en la sala están compuestas de tejidos que tienen una relación ambivalente con sus soportes, y, en sus diferentes diálogos, o en las diversas formas en que tejido y soporte se relacionan, se formaliza el tránsito. Belén Rodríguez no oculta las fuentes y los estímulos que alientan su interés, a saber, un cogollo de lombarda, el otoño en los bosques de Cantabria, la piel de un aguacate, la fría textura del mármol… A partir de un minucioso proceso conceptual, la percepción de las diferentes tonalidades toma forma. De un lado, se hace eco de los ritmos internos de la naturaleza, y de otro, constata que el color se hace
visible solo desde impresiones de corte subjetivo que difícilmente pueden adscribirse a estándares normativos. En cualquier caso, su exhaustivo análisis tiene una conclusión inapelable: el color goza de una vigorosa e inalienable autonomía.

El concepto del pliegue, que la estética barroca asumió como propio, tiene una presencia reiterada. El movimiento fulgurante de líneas y formas característico del barroco es análogo al modo en que el color habita en la naturaleza. Como un pájaro que se cuela en una habitación y a quien uno guía con sus ojos a salir, el color es un estímulo trepidante al que la luz lleva en volandas. Belén Rodríguez acude a una estrategia en el teñido de los tejidos que pasa por dejar hacer a la naturaleza y fiarlo todo a una ejecución orgánica. La suya es más la posición de una observadora de los procesos, pues parece atender al modo en que las telas quedan activadas por la
acción de la naturaleza. El trabajo en estudio deriva hacia un hacer de corte reflexivo en torno a los procesos de los que ha sido testigo.


La obra que Belén Rodríguez ha realizado para la capilla del museo responde con naturalidad al reto que la escala del espacio propone, interpelándolo desde el fondo y desde la forma, esto es, desde la asunción de la proporción del lugar y desde el carácter narrativo que lo define. Una gran superficie de casi cien metros cuadrados ocupa la totalidad del espacio. Se percibe como un territorio, como un paisaje por el que transitamos, vestidos con los atuendos diseñados por la artista. La superficie de la tela evoca un material pétreo, marmóreo, y el conjunto confirma el carácter escenográfico que ya apuntaban muchos de sus trabajos anteriores.

El Museo Patio Herreriano ha sido testigo privilegiado de la evolución de la obra de Belén Rodríguez hacia lo escenográfico, toda vez que en su paso por la Sala 0, con su obra Paintung, y por la reciente colectiva Pintura. Renovación permanente, comisariada por Mariano Navarro, se observaban crecientes anhelos espaciales,
materializados ahora, aquí, en una dimensión inédita. Y es que lo que introduce esta pieza es el carácter habitable de la obra, la inducción a la experiencia, la pintura que más que mirarse, se vive, y el lugar que se transforma, dúctil y dinámico, siempre diferente tras nuestro paso. Tendemos a darle un sesgo contemplativo a todo cuanto
entendemos como icónico, y a esta gran superficie marmórea, que tiene la cualidad magnética de todo icono, propone una experiencia extendida en el tiempo, algo que se torna en caudaloso torrente perceptivo.

 

Son, por tanto, muchas las razones por las que esta exposición que dedicamos a Belén Rodríguez es importante para nosotros, y queremos agradecer a todas las personas que han estado implicadas en su producción, que no son pocas, dada la
complejidad del proyecto. Un proceso deslocalizado entre Cantabria y Valladolid que ve ahora en nuestras salas su feliz resolución.

Javier Hontoria

Texto de Chus Martinez

Texto de Francisco Javier Sanmartin

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